Marcela Abadía*
Me pregunto si alguien tiene noticia sobre qué ha pasado y qué efectos ha tenido el pronunciamiento de tutela de la Corte Constitucional (T-629 de 2010) que reconoció a una mujer que se dedica a la prostitución derechos laborales, a la seguridad social y la estabilidad laboral en razón de su estado de embarazo. Y esto me lo pregunto por dos razones fundamentales: la primera –por supuesto la más ambiciosa y que por lo mismo excede la intención de esta columna–, por la necesidad que nos debe impulsar de realizar cada vez con más frecuencia trabajos empíricos que den cuenta cierta de los impactos que en concreto producen en las mujeres “de carne y hueso” el discurso judicial y las reformas legales. La segunda razón de mi pregunta, y que es sobre lo que espero problematizar en este espacio, consiste en que, a mi juicio, la narrativa del juez constitucional generó una brecha perversa entre la licitud que reconoce a la prostitución –y a la plausibilidad de reconocimiento de un contrato laboral realidad– y la situación de la mujer que resulta víctima del delito de inducción a la prostitución, establecido en el artículo 213 de nuestro Código Penal. Una tirantez sin sentido entre la permisión y la represión punitiva.
En términos muy concretos sostengo que ese reconocimiento de la prostitución como actividad lícita, y sujeta a su eventual admisión como relación laboral, se enfrenta con la paradoja propia del discurso de los derechos: la exclusión de muchos sujetos de los campos que el mismo derecho pretende proteger. En este caso será la mujer que haya sido inducida al ejercicio del comercio sexual quien ya no tendrá protección para reclamar una eventual relación laboral a partir de la discursividad generada por misma Corte Constitucional en su sentencia de tutela.
Sin negar el admirable esfuerzo por visibilizar los derechos laborales de los y las prostitutas –y con fundamento en el discurso constitucional de la igualdad y la diferencia–, la Corte señala que habrá contrato de trabajo cuando se concreten las siguientes situaciones: “cuando se ha actuado bajo plena capacidad y voluntad, cuando no hay inducción ninguna a la prostitución, cuando las prestaciones sexuales y demás del servicio se desarrollen bajo condiciones de dignidad y libertad para el trabajador y por supuesto cuando exista subordinación limitada por el carácter de la prestación, continuidad y pago de una remuneración previamente definida”. (El resaltado es mío).
Esto, en términos concretos, significa que el delito de inducción a la prostitución continuará premiando al “patrón” u “empleador” que, aprovechando la condición de inferioridad con la que se encuentra la mujer prostituta, promueve el “negocio” del comercio sexual: allí ya no podrá existir el lenguaje emancipador de la licitud ni de la legalidad, ni se podrá reclamar relación laboral alguna.
Y es que en limitadísimas oportunidades llega a nuestros estrados judiciales un caso en el que se pretenda castigar penalmente al dueño o dueña de un establecimiento de comercio dedicado a la prostitución de mayores de edad. La prueba de la existencia o no de una auténtica autonomía para ejercer esta actividad se convierte, además, en casi una utopía; si no, que lo diga alguien que conoce el funcionamiento cotidiano de nuestro sistema penal…
Así, la marginalización de la mujer-víctima que, en esas específicas condiciones de las que habla el juez de tutela, ejerce la prostitución se extiende y esquiva el discurso emancipador de la Corte Constitucional. El discurso de la permisión se traslapa con el de la prohibición propia del campo punitivo, que en este tipo de delitos mantiene una línea divisoria imaginaría entre víctima y victimario: la supuesta víctima es el auténtico sujeto de control. Este es un ejemplo de los efectos inadvertidos que arroja el discurso penal: la víctima resulta doblemente victimizada.
Mi pregunta por el fallo sigue latente, mi hipótesis también. La siguiente pregunta sería: ¿valió la pena?, ¿ha generado beneficios reales?, ¿a quiénes?
*Abogada Universidad Externado de Colombia, especialista en derecho penal y criminología en esa misma Universidad y Magíster en Derecho de la Universidad de los Andes. Es actualmente estudiante de Doctorado de la Universidad de los Andes e investigadora del Cijus. Hace parte del grupo de investigación de Género y Derecho y es profesora de cátedra del área de derecho penal de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes.