lunes, 23 de mayo de 2011

Un sabor amargo

Valentina Montoya Robledo


Hace unos días estuve en una celebración por los 10 años de Women’s Link Worldwide y por los 5 años de la despenalización parcial del aborto, a través de la Sentencia C-355 de 2006. Aunque las y los que nos reunimos allí estábamos muy contentos por lo que se había logrado alrededor de la promoción de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, pienso que todos quedamos con un sabor amargo. La realidad en nuestro país demuestra, una vez más, que la consagración normativa de conceptos como la familia, que tiene un sustento en lo que los grupos hegemónicos desean imponer, tiene impacto en la protección de los derechos y el ejercicio de la ciudadanía del 52% de la población colombiana: las mujeres. La discusión sobre la autonomía reproductiva no debe centrarse alrededor del derecho a la vida, sino de la naturalización de su conexión con la familia y la reproducción, que les impide a las mujeres formular un proyecto de vida por fuera de ésta.

Mónica Roa habló de dos grandes enemigos actuales para la implementación efectiva de la interrupción voluntaria del embarazo: el discurso cuasi-facista del Procurador, y la reforma constitucional que quiere impulsar el partido Conservador en alianza con la Iglesia Católica, para promover la protección del derecho a la vida desde la concepción. Por esos mismos días vimos en los medios de comunicación el reflejo de esas posturas, cuando en un espacio académico el Procurador expresó que la Corte Constitucional ha empezado a promover, en lugar del “Estado de Derecho” el “Estado de los deseos”.

Aquí aparecen varias preguntas: ¿Por qué existe una lucha a muerte en la que un sector de la población quiere detener el avance de los derechos de otro sector amplio de ésta? ¿Qué es lo que le pasa a la sociedad colombiana que sigue anclada a cánones católicos de lo que es la familia y la reproducción? Mi hipótesis es que en Colombia la autonomía reproductiva está vedada socialmente precisamente porque las mujeres deben permanecer bajo el control de los hombres. El concepto católico de la familia ligada a la reproducción justamente se encarga de atar a la mujer a la familia, para que ésta nunca pueda salir completamente del ámbito de lo privado. Lo público se deja a los hombres, muchos de los cuales en la actualidad no tienen un verdadero compromiso con las labores al interior del hogar. El espacio de lo público es el espacio de las decisiones donde las mujeres “no deben participar”.

La lucha feroz que en este momento están liderando el Procurador y el partido Conservador contra el aborto, es la lucha contra el ejercicio de la ciudadanía de más de la mitad del país, que no tiene derecho a elegir un proyecto de vida por fuera de la familia. Cuando un grupo ha dominado por tanto tiempo, no puede venir a perder de buena a primeras este espacio. Las mujeres representamos una amenaza para esos hombres que se están quedando sin argumentos, que han venido demostrando su incompetencia para manejar el país, y que siguen sumiéndonos en la guerra. Ese espacio público que han dominado por siglos se les va desmoronando cada vez que las mujeres empezamos a tomar las riendas de nuestras vidas, más allá de la labor reproductiva al interior de la familia que se nos había asignado.

Lo que sigue ahora es trabajar fuertemente para que en los próximos 5 años el balance sea mucho más positivo, y se nos quite ese sabor amargo. La lucha, más allá de las minucias ciertamente relevantes de salud pública, de peleas con cada uno de los médicos y jueces que objetan consciencia para no practicar la interrupción voluntaria del embarazo, con los policías que se niegan a entregar la copia de la denuncia de violación, o de las EPS que esperan la respuesta del juez de tutela para practicar la IVE, debe ser la lucha por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, como derechos humanos. Debe afianzarse el papel de las mujeres como actoras relevantes por fuera de su rol familiar. En Colombia nos preciamos de tener una de las democracias más antiguas de la región. Mi pregunta es: ¿De qué tipo de democracia es de la que nos enorgullecemos en un país donde más de la mitad de la población no puede elegir su propio proyecto de vida?

lunes, 9 de mayo de 2011

Cruzando la frontera del silencio

Qué quiere decir la ira que nos da cuando nos tratan como “niñas bonitas” o nos invitan a compartir una cama de hotel nuestros compañeros y jefes

Isabel Cristina Jaramillo S*

Recién graduada de la facultad de Derecho de la Universidad de los Andes trabajé apoyando a Cristina Motta en varios de sus proyectos sobre género y derechos de las mujeres. En particular, queríamos saber qué tanto los jueces y doctrinantes colombianos se ajustaban al patrón, descrito en la literatura de Estados Unidos, de no investigar y no sancionar la violencia sexual entre conocidos (cónyuges, novios, compañeros o “citas”) y qué tanto se percibía esta violencia por parte de estudiantes de la Universidad. Aunque no obtuvimos financiación recogimos datos valiosos, entre otros, que alrededor de un 7% de los estudiantes de la Universidad encuestados –la muestra fue aleatoria y representativa- creían haber sido víctimas de la violencia sexual por parte de un conocido; alrededor de un 7% de las estudiantes mujeres encuestadas afirmaban haber recibido presiones de índole sexual por parte de profesores o monitores; y alrededor de un 23% de los estudiantes afirmaron haber recibido comentarios inapropiados de índole sexual sobre su forma de vestir, su forma de caminar, etc. El Consejo Académico de la Universidad recibió los resultados de este estudio y mostró preocupación pero, hasta donde pudimos constatar, no adoptó ninguna medida concreta sobre el tema. Ante la falta de financiación y el retiro de Cristina, me dediqué a otras actividades deseando que la cosa no fuera en realidad tan grave como parecía.

Doce años después, y sin ninguna acción particular encaminada a ello, varias profesoras, estudiantes y empleadas de la Universidad han empezado a acercarse a mí contándome casos de acoso sexual en los que se han visto involucradas personalmente o de los que han tenido conocimiento. Todas están furiosas y tristes y quieren hacer algo. Todas quieren explicar que lo que les pasó está muy mal. Todas quieren no parecer unas locas histéricas por sentirse así.

Nos ha resultado difícil entender por qué sigue siendo “raro” y difícil de explicar que tenemos derecho a ponernos furiosas y tristes cuando nuestros colegas profesores nos dicen que “me dijeron que no se te entendió nada pero que estás muy linda. Deberías estar feliz” o que “no te pongas bravita que te ves muy linda pero necesitamos seguir en la reunión”; cuando un jefe nos engaña para que tengamos sexo con él; cuando califican nuestro rendimiento como “satisfactorio”, y no excelente, sin ninguna explicación; cuando nos dicen que para aprender a soldar lo que tenemos que hacer es pensar que la herramienta es “como una máquina de coser”; cuando vemos a nuestras colegas renunciar sistemáticamente en departamentos con más del 90% de profesores de planta hombres; o cuando nos enteramos que nos pagan menos que a colegas hombres menos calificados y que no podemos discutir el dato porque es “privado” e íntimo.

Pues bien, creo que nuestra dificultad tiene que ver precisamente con que ya tenemos el vocabulario para explicar qué quieren decir estas conductas que nos reducen a objetos sexuales, úteros ambulantes y niñas emocionales, pero carecemos del respaldo legal e institucional para que nuestras quejas se escuchen, y de la fuerza política para que se haga algo al respecto y asumir los costos de los cambios. Aunque justificar este argumento me tomaría más de lo que es razonable incluir en un espacio como este, creo que puede ser ilustrativo plantear lo que tenemos en la norma laboral, los estatutos profesorales y el reglamento.

La ley 1010 de 2006 estableció el acoso laboral como una conducta vulneradora de los derechos de los trabajadores y una serie de garantías para quienes la padecieran. La ley no es especial para el tema sexual y simplemente manifiesta en general que constituye acoso la intimidación, discriminación, persecución, etc., de un trabajador por su jefe o por otros trabajadores. La garantía que se ofrece al trabajador víctima es que si ha sido despedido su despido se considerará injusto y si ha renunciado también se considerará como despido injusto. La indemnización, sin embargo, no es gran consolación (más o menos un mes de salario por cada año trabajado en contratos a término indefinido y todo lo que falte por completar el tiempo o la obra en caso de contratos a término definido o por duración de la obra) y en un país con altas tasas de desempleo nadie quiere aparecer como “la que demandó a la empresa anterior por acoso laboral”. Además de esto, la empresa puede ser condenada a pagar multas –que no ayudan a la mujer del caso concreto- y se le da la opción de imponer sanciones al empleado que ha incurrido en el acoso. La ley explícitamente señala que no se aplica a individuos vinculados por contratos de prestación de servicios, que es la forma en la que muchas jóvenes trabajan en proyectos de investigación en la Universidad.

El estatuto profesoral y los reglamentos de estudiantes, de otro lado, claramente condenan la “violación de los derechos humanos” y el trato discriminatorio por parte de profesores y de estudiantes. Se prevén mecanismos de índole más académica (acudir a los Consejos de Facultad y al Consejo de la Universidad) y mecanismos sancionatorios (iniciar un proceso disciplinario laboral al profesor que incurrió en conductas de este tipo). No obstante, sé al menos de un caso en el que todas las autoridades involucradas le pidieron a la profesora que “conciliara”, que la “cosa no era grave”. Las Actas y Acuerdos del Consejo Académico de Universidad no registran casos ni explican qué medidas se tomaron. Si alguna sanción se aplica (porque se han aplicado) no se hace pública para proteger al profesor (al agresor) y, supuestamente, a la víctima (estudiante o profesora). Al indagar por el tema entre los funcionarios responsables, la respuesta estándar es que “este es un tema muy delicado” (pues claro!), “la Universidad no tiene datos” (lo dudo), “debe respetarse la privacidad” (la de quién?).

Finalmente, cuando alguien se arriesga a decir algo e insiste tanto que se lo toman en serio, le piden que diga qué quiere: lo echamos? Le arruinamos la carrera? Lo metemos a la cárcel? Esto, como si la víctima tuviera que hacerse responsable de la fuerza que implica el castigo y tuviera que asumir todos los riesgos de una posible retaliación. Pero para la víctima el tema no es causar un daño a quien la ha agredido, el asunto es cómo garantizar que no volverá a ocurrir y por eso recurre a las autoridades y no a su propia mano. Cuando las autoridades no quieren hacerse responsables, si tienen miedo, entonces se vuelve crucial que la víctima no se sienta sola, que sepa que hay un número suficiente de personas dispuestas a respaldarla. En la Universidad de los Andes es difícil que profesoras, estudiantes y empleadas sientan el respaldo de sus colegas y compañeras en estos temas. Entre otras razones porque el tema ha sido “oculto”, “privado”, “delicado”. La falta de respaldo también puede estar asociada a que no todas estamos convencidas de que las soluciones del despido o la cárcel sean verdaderas soluciones y nos cuesta trabajo imaginarnos otras.

Claro, mucho de esto está cambiando y cada vez encontramos espacios más propicios para el desarrollo personal y profesional y solidaridad frente a inquietudes de este tipo. Precisamente porque estamos “cruzando” es que podemos ver mejor qué era lo que nos anclaba. Ahora resta encontrar mecanismos eficaces para transformar nuestra cotidianidad más allá de los talleres y jornadas de sensibilización, por un lado, y del despido o la cárcel, por otro. Instituciones muy masculinas han logrado grandes cambios en este sentido adoptando políticas de acción afirmativa en la contratación y promoción de profesores (MIT es tal vez el ejemplo de mostrar). Menos claridad hay sobre lo que funciona para proteger a las estudiantes de ser los objetos de deseo de sus profesores. Yo por lo menos estoy dispuesta a empezar a hacer algo. Doce años son mucho tiempo y la cosa si es grave.

*Directora del grupo de Derecho y Género y de la Maestría y Doctorado en Derecho de la Universidad de los Andes