Paula Torres Holguín*
El proyecto de Ley de Víctimas que hoy se discute en el Congreso tiene varios elementos importantes desde el punto de vista de género; ha incluido medidas específicas de protección, restitución y reparación a favor de las mujeres, ha puesto abiertamente sobre la mesa la discusión sobre el alcance que estas medidas deberían tener y ha abierto espacios institucionales para que asociaciones que defienden los derechos de las mujeres participen en el debate. Hay un punto que, sin embargo, no ha recibido suficiente atención, tal vez porque se considera un tema resuelto o un tema mínimo, -de expresión o de lenguaje-, y es el adjetivo que acompaña a las mujeres a lo largo del texto de la ley: “vulnerables”.
No creo que la vulnerabilidad, per se, sea negativa o positiva. Como emoción, se ha dicho que es la base de la valentía, por lo que no sería algo que se deba superar sino que hace falta cultivar. En el ámbito jurídico y, en particular, en la Ley de Víctimas, en cambio, el adjetivo “vulnerable” no tiene un sentido positivo, pues se usa para reconocer la difícil situación que enfrentan las mujeres en el conflicto.
Así, una excelente literatura ha mostrado que las mujeres viven la violencia de una forma que requiere especial atención, pues no sólo son víctimas de instrumentos de guerra que no sufren los hombres en la misma proporción o con la misma sistematicidad, como la violación sexual, sino porque su posición desaventajada en la sociedad, que se hace más extrema en contextos violentos, les impide acceder a herramientas que podrían ayudarlas a prevenir o superar las consecuencias del conflicto. Un ejemplo claro se da en la restitución, pues rara vez tienen las mujeres a su nombre la propiedad de los bienes familiares y, por lo tanto, no tienen el título jurídico para recibirlos de vuelta.
No creo que pueda dudarse, entonces, que esta situación de desigualdad y desprotección, que hace a las mujeres particularmente vulnerables, existe, y considero una ganancia el que la legislación lo reconozca con medidas diseñadas específicamente para remediarla. El problema es que, en el Derecho, el adjetivo “vulnerable” se usa también en otros contextos muy distintos, no para proteger a un grupo que, por razones externas a sus integrantes, enfrenta circunstancias que hacen necesaria la adopción de medidas especiales a su favor, sino para proteger a aquellas personas que tienen características propias que les impiden ser autónomas.
El ejemplo más claro de esto son los menores de edad; decimos que son vulnerables porque, por su edad, es decir, por una característica personal, no gozan de la misma autonomía que los adultos. Creemos que un niño de cinco años, por más inteligente que sea, no puede tomar decisiones, por ejemplo, sobre cómo manejar un patrimonio o sobrevivir por sí mismo, y por eso el Derecho no le reconoce capacidad legal y considera un delito su abandono. ¿Son, entonces, igualmente vulnerables los menores de edad y las mujeres? ¿Se usa de la misma manera esta expresión en uno y otro caso? ¿Es la fragilidad propia de la edad aquella que caracteriza a las mujeres?
La Ley de víctimas parece entenderlo así, al sostener que se deben “promover acciones de discriminación positiva a favor de mujeres, niños, niñas y adultos mayores debido a su alta vulnerabilidad y los riesgos a los que se ven expuestos”. Incluir a las mujeres en el mismo paquete con los menores, como se hace en cinco de los diez artículos de la Ley de Víctimas que mencionan a las mujeres, se transmite un mensaje equivocado: que las mujeres tenemos, esencialmente y de manera estructural, limitaciones relacionadas con el sexo, que no permiten que nos valgamos por nosotras mismas o que tomemos decisiones que tengan consecuencias jurídicas.
Decir que las mujeres y los menores hacemos parte del mismo “grupo vulnerable” lleva implícita la idea peligrosa de que seremos siempre vulnerables y requeriremos de especial protección independientemente de las circunstancias, porque, al fin y al cabo y, a diferencia de los menores de edad, nuestra condición no es temporal: siempre seremos mujeres. Y no una hay forma más machista de vernos que como seres dependientes, incapaces de tomar decisiones o realizar acciones con valor, por el hecho de ser mujeres.
Una cosa es que las condiciones sociales, la desigualdad y la violencia no ofrezcan espacios adecuados para que las mujeres nos desarrollemos plenamente; otra muy distinta es sostener que tenemos una vulnerabilidad esencial exclusiva que requiere especial protección, independiente del tipo y la calidad de las condiciones sociales.
Así, deben existir mecanismos que reconozcan que hoy, aunque menos que antes, las mujeres seguimos en condiciones de vulnerabilidad social, porque los espacios de igualdad son pocos, porque la violencia nos afecta de maneras diversas y específicas, porque nuestra voz no es suficientemente escuchada o valorada. Pero hay que estar atentos a que no se diluyan las diferencias, y se termine en el error categorial de incluir en un mismo grupo a personas que requieren especial protección por razones diferentes, pues esto puede llevar a que, jurídicamente, las mujeres nunca logremos plena autonomía y una verdadera igualdad. Como diría Perogrullo “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”; las mujeres no necesitamos que nos pobreteen, necesitamos que nos respeten, y que se apliquen en la práctica medidas especiales para superar, de una vez por todas, la desigualdad social que todavía tenemos que soportar.
Algunos pensarán que esta discusión no es importante, pues es finalmente “sólo” un adjetivo. Pero tal vez el Derecho tenga, en esto, mucho qué aprender de la poesía sobre el poder de las palabras; y, como decía el poeta chileno Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”.
* Abogada de la Universidad de Los Andes, se graduó con honores de la Maestría en Derecho de esa misma universidad y es actualmente Becaria William J. Fulbright. Tiene experiencia en investigación, docencia y consultoría en derecho constitucional, justicia transicional, litigios internacionales y trabajo pro bono. Es investigadora del CIJUS, profesora de cátedra y miembro del IDEGE en la Facultad de Derecho de los Andes. En Gómez-Pinzón Zuleta Abogados trabajó en la creación y coordinación del departamento pro bono y de las fundaciones Pro Bono y América Solidaria Colombia. También trabajó como asociada en las áreas de derecho público y litigios internacionales. En la Fundación Ideas para la Paz coordinó el programa El marco jurídico de las negociaciones de paz y en el Banco Davivienda, la investigación La actividad bancaria en el marco del Estado Social de Derecho en Colombia. Ha sido profesora de cátedra titular y asistente de la Universidad del Rosario.
Estoy de acuerdo, el tema me preocupa, y pienso que en todo caso no solo se trata de alcanzar derechos especiales por que son “vulnerables”, sino de que se destruyan las condiciones que crean esa vulnerablilidad
ResponderEliminarBuscaba algún artículo breve que expusiera con cleridad el mito de la vulnerabilidad inherente a la naturaleza femenina. Lo que encontré fueron artículos por montones de mujeres hablando de nuestra vulnerabilidad por la desventaja física y pidiendo políticas especiales que la contemplen. Sólo encontré el de usted. Muy bien expuesto, por cierto. Todo parece indicar que incluso las mismas mujeres sostienen tal mito. Hasta nuestro alienación, nuestro adiestramiento para aceptar nuestra subordinación es ya violenta y nos vulnarabiliza.
ResponderEliminarme gusto..soy estudiante de derecho y en estos días e asistido a conferencias impartidas en mi ciudad, me quede con la incertidumbre de investigar mas sobre el tema. Este punto de vista me gusto. Felicidades
ResponderEliminarGracias a todes. Me siento honrada por sus comentarios y que les haya servido para sus investigaciones este artículo. Abrazo
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