lunes, 21 de marzo de 2011

Una segunda oportunidad

Valentina Montoya Robledo *
Entender el discurso feminista del empoderamiento en contextos de pobreza y ciclos de violencia intrafamiliar (VIF) es uno de los retos más grandes que tiene el derecho en la práctica. Pese a la alta criminalidad de este tipo de violencia y de ser una de las causas principales de congestión judicial, en la práctica el fortalecimiento de las mujeres a través del discurso feminista no ha logrado sacarlas de los círculos de VIF. Pasan de un hombre a otro como si no pudieran ser independientes, y sin embargo la comprensión del contexto nos puede dar la respuesta.

Hace pocos días tuve la suerte de conocer un caso que refuerza la importancia de abordar este reto: Una mujer de 35 años, madre de dos hijas, víctima recurrente de VIF por parte de su esposo, empleada doméstica, desplazada, y habitante de uno de los barrios más peligrosos de Bogotá decidió darse una segunda oportunidad al iniciar una relación de pareja. A primera vista parece contra intuitivo que esta mujer se pusiera en peligro por la posibilidad de nuevos ciclos de violencia intrafamiliar a los que se había sometido durante más de una década. Más aún, que pusiera en peligro a sus hijas con un nuevo compañero que tiene antecedentes penales, y que podría llegar a hacerles daño a ellas. El problema de la insuficiencia del derecho en la práctica da luces sobre el asunto, y presenta la pregunta sobre la eficacia del discurso feminista para romper los ciclos de violencia intrafamiliar.

La violencia basada en género cobra sus víctimas cada año. “[S]olo en Colombia cobró la vida de 1.523 mujeres en el 2009 - más de cuatro mujeres cada día -, por hacer referencia solo al feminicidio, la más grave de todas las formas de VBG que afecta a las mujeres en el país y en todo el mundo”. (UNIFEM, 2010) Este tipo de violencia parte de la existencia de “[n]ormas socioculturales y las expectativas de rol que apoyan la subordinación de la mujer y perpetúan la violencia del varón.”(Lameiras Fernández & Iglesias Canle, 2009)Desde la óptica feminista el empoderamiento de las mujeres es lo que permite que estos ciclos de violencia acaben, a través del fortalecimiento de la autoestima, la independencia económica, el acceso a la educación, a oportunidades laborales, y políticas estatales a su favor.

En el caso concreto la mayoría de estas herramientas se reforzaron. La mujer tiene una educación secundaria, tiene empleo estable con ingresos dignos, recibe además subsidios de Acción Social por su situación de desplazada.Ha sido orientada psicológicamente para la superación del trauma por la violencia intrafamiliar. Pese a todo esto, la justicia le ha dado la espalda.

Tras interponer una queja por violencia intrafamiliar y solicitar una medida de protección para evitar la entrada de su marido al hogar que compartían junto a sus dos hijas, fue llamada a una audiencia de conciliación sobre la VIF. En dicha audiencia, sobre un tema que en principio no debería ser conciliable pero que no es el tema de la presente columna, fue ignorada varias veces por la funcionaria. Ésta le creyó más al abusador que a la víctima. Decidió no imponer la medida de protección a la mujer y sus hijas porque le preocupaba dónde iba a vivir el marido abusador. Cuando la víctima estaba a punto de llorar, se burló de su situación diciéndole “¿por qué llora? ¿Le parece que estamos siendo injustos con usted?”. En respuesta la víctima decidió dejar de buscar ayuda en el Estado y obtener respaldo en esta nueva pareja sentimental. En un medio hostil como el suyo, el discurso feminista pareció no dar respuesta, y su propio instinto de supervivencia la llevó a decidir.

No es que el feminismo como tal no funcione, y que el empoderamiento de las mujeres sea una farsa. Lo que sucede es que muchas veces en las situaciones precarias en las que viven las mujeres para ellas es mejor seguir buscando otros hombres para que las protejan, cuando el Estado no hace su parte. El feminismo debe ir de la mano de acciones del Estado que promuevan un acceso a la justicia en igualdad de condiciones, más allá de las leyes. Los primeros que deben eliminar los estereotipos por razones de género son los funcionarios del Estado, que con su actuar discriminador refuerzan los ciclos de violencia intrafamiliar.

*Abogada graduada con honores y Politóloga de la Universidad de los Andes. Actualmente estudiante de la Maestría en Derecho de la misma universidad. Se ha desempeñado en áreas afines con los Derechos Humanos y el Derecho Penal. Es “Joven Investigadora” de Colciencias patrocinada por el CIJUS, profesora asistente y miembro del IDEGE en la Facultad de Derecho de los Andes. Se encuentra vinculada como investigadora asistente a DeJuSticia en la línea de género y población LGBT. Fue investigadora del PAIIS en temas de capacidad jurídica de las personas con discapacidad. Terminó un Diplomado en Género y Mujeres con la Universidad Javeriana. Su tesis en temas de migración laboral femenina fue publicada por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Fue practicante en Women´s Link Worldwide. Fue parte del grupo Justicia Global y Derechos Humanos de la Universidad de los Andes. Entre sus intereses académicos están temas de género, derechos humanos, salud sexual y reproductiva, relaciones entre derecho penal y género, y migraciones.

domingo, 13 de marzo de 2011

Mujeres ¿vulnerables?

Paula Torres Holguín*

El proyecto de Ley de Víctimas que hoy se discute en el Congreso tiene varios elementos importantes desde el punto de vista de género; ha incluido medidas específicas de protección, restitución y reparación a favor de las mujeres, ha puesto abiertamente sobre la mesa la discusión sobre el alcance que estas medidas deberían tener y ha abierto espacios institucionales para que asociaciones que defienden los derechos de las mujeres participen en el debate. Hay un punto que, sin embargo, no ha recibido suficiente atención, tal vez porque se considera un tema resuelto o un tema mínimo, -de expresión o de lenguaje-, y es el adjetivo que acompaña a las mujeres a lo largo del texto de la ley: “vulnerables”.

No creo que la vulnerabilidad, per se, sea negativa o positiva. Como emoción, se ha dicho que es la base de la valentía, por lo que no sería algo que se deba superar sino que hace falta cultivar. En el ámbito jurídico y, en particular, en la Ley de Víctimas, en cambio, el adjetivo “vulnerable” no tiene un sentido positivo, pues se usa para reconocer la difícil situación que enfrentan las mujeres en el conflicto.

Así, una excelente literatura ha mostrado que las mujeres viven la violencia de una forma que requiere especial atención, pues no sólo son víctimas de instrumentos de guerra que no sufren los hombres en la misma proporción o con la misma sistematicidad, como la violación sexual, sino porque su posición desaventajada en la sociedad, que se hace más extrema en contextos violentos, les impide acceder a herramientas que podrían ayudarlas a prevenir o superar las consecuencias del conflicto. Un ejemplo claro se da en la restitución, pues rara vez tienen las mujeres a su nombre la propiedad de los bienes familiares y, por lo tanto, no tienen el título jurídico para recibirlos de vuelta.

No creo que pueda dudarse, entonces, que esta situación de desigualdad y desprotección, que hace a las mujeres particularmente vulnerables, existe, y considero una ganancia el que la legislación lo reconozca con medidas diseñadas específicamente para remediarla. El problema es que, en el Derecho, el adjetivo “vulnerable” se usa también en otros contextos muy distintos, no para proteger a un grupo que, por razones externas a sus integrantes, enfrenta circunstancias que hacen necesaria la adopción de medidas especiales a su favor, sino para proteger a aquellas personas que tienen características propias que les impiden ser autónomas.

El ejemplo más claro de esto son los menores de edad; decimos que son vulnerables porque, por su edad, es decir, por una característica personal, no gozan de la misma autonomía que los adultos. Creemos que un niño de cinco años, por más inteligente que sea, no puede tomar decisiones, por ejemplo, sobre cómo manejar un patrimonio o sobrevivir por sí mismo, y por eso el Derecho no le reconoce capacidad legal y considera un delito su abandono. ¿Son, entonces, igualmente vulnerables los menores de edad y las mujeres? ¿Se usa de la misma manera esta expresión en uno y otro caso? ¿Es la fragilidad propia de la edad aquella que caracteriza a las mujeres?

La Ley de víctimas parece entenderlo así, al sostener que se deben “promover acciones de discriminación positiva a favor de mujeres, niños, niñas y adultos mayores debido a su alta vulnerabilidad y los riesgos a los que se ven expuestos”. Incluir a las mujeres en el mismo paquete con los menores, como se hace en cinco de los diez artículos de la Ley de Víctimas que mencionan a las mujeres, se transmite un mensaje equivocado: que las mujeres tenemos, esencialmente y de manera estructural, limitaciones relacionadas con el sexo, que no permiten que nos valgamos por nosotras mismas o que tomemos decisiones que tengan consecuencias jurídicas.

Decir que las mujeres y los menores hacemos parte del mismo “grupo vulnerable” lleva implícita la idea peligrosa de que seremos siempre vulnerables y requeriremos de especial protección independientemente de las circunstancias, porque, al fin y al cabo y, a diferencia de los menores de edad, nuestra condición no es temporal: siempre seremos mujeres. Y no una hay forma más machista de vernos que como seres dependientes, incapaces de tomar decisiones o realizar acciones con valor, por el hecho de ser mujeres.

Una cosa es que las condiciones sociales, la desigualdad y la violencia no ofrezcan espacios adecuados para que las mujeres nos desarrollemos plenamente; otra muy distinta es sostener que tenemos una vulnerabilidad esencial exclusiva que requiere especial protección, independiente del tipo y la calidad de las condiciones sociales.

Así, deben existir mecanismos que reconozcan que hoy, aunque menos que antes, las mujeres seguimos en condiciones de vulnerabilidad social, porque los espacios de igualdad son pocos, porque la violencia nos afecta de maneras diversas y específicas, porque nuestra voz no es suficientemente escuchada o valorada. Pero hay que estar atentos a que no se diluyan las diferencias, y se termine en el error categorial de incluir en un mismo grupo a personas que requieren especial protección por razones diferentes, pues esto puede llevar a que, jurídicamente, las mujeres nunca logremos plena autonomía y una verdadera igualdad. Como diría Perogrullo “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”; las mujeres no necesitamos que nos pobreteen, necesitamos que nos respeten, y que se apliquen en la práctica medidas especiales para superar, de una vez por todas, la desigualdad social que todavía tenemos que soportar.

Algunos pensarán que esta discusión no es importante, pues es finalmente “sólo” un adjetivo. Pero tal vez el Derecho tenga, en esto, mucho qué aprender de la poesía sobre el poder de las palabras; y, como decía el poeta chileno Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”.

* Abogada de la Universidad de Los Andes, se graduó con honores de la Maestría en Derecho de esa misma universidad y es actualmente Becaria William J. Fulbright. Tiene experiencia en investigación, docencia y consultoría en derecho constitucional, justicia transicional, litigios internacionales y trabajo pro bono. Es investigadora del CIJUS, profesora de cátedra y miembro del IDEGE en la Facultad de Derecho de los Andes. En Gómez-Pinzón Zuleta Abogados trabajó en la creación y coordinación del departamento pro bono y de las fundaciones Pro Bono y América Solidaria Colombia. También trabajó como asociada en las áreas de derecho público y litigios internacionales. En la Fundación Ideas para la Paz coordinó el programa El marco jurídico de las negociaciones de paz y en el Banco Davivienda, la investigación La actividad bancaria en el marco del Estado Social de Derecho en Colombia. Ha sido profesora de cátedra titular y asistente de la Universidad del Rosario.